que se diferencian entre sí dependiendo
de su cercanía o alejamiento con respecto a esa esencia".
Por Waldemar Verdugo Fuentes.
El número de linajes chamánicos que existe
actualmente en América es indeterminado; se encuentran en todas las
comunidades indígenas dedicados a su único quehacer ancestral: cierta práctica
mágica oculta al mundo común; los
chamanes son curadores (como la machi del Sur de Chile), quien sana el
cuerpo y alivia las angustias. Su vocación iniciática es desconocida; en
general, eso sí, portan tradiciones similares que incluye asombrosos conocimientos botánicos,
brotados de una misteriosa tradición común arrancada del pasado oscuro de la
humanidad. María Sabina, "la mujer del Libro Blanco" o "la sabia
de los hongos" (según suelen también citarla), entonces, maneja una
sabiduría que nadie sabe de dónde viene. Como su bisabuelo Pedro Feliciano,
su abuelo Juan Feliciano y su padre
Santos Feliciano fueron curanderos, ella
simplemente se hizo curandera. Sin embargo, no conoció a
ninguno de los tres.
De
la sabiduría de María Sabina, existe alguna indicación en los conocimientos que
trajo su pueblo (el Mazateco), al establecerse en la región aledaña a la Sierra
Madre Occidental mexicana hacia el año 1200 de nuestra Era. Nadie sabe de dónde
vinieron. Otros grupos con ocupación prehispánica en la zona de Oaxaca los
llaman aún hoy "huitinicamane": los que vienen "de allá donde
las flores." Al mencionar su origen, los propios Mazatecos indican que sus
ancestros venían del mítico Ampadad: "el lugar donde nace la gente".
El universo cristiano identifica al sitio con el Paraíso, primer hogar de la
pareja humana original. Según la mitología mazateca, en el Ampadad, de los
árboles grandes surgieron los gigantes, de los árboles medianos surgieron las
personas y de los más pequeños, los
monos. En este año 2000 cuando escribo, el pueblo Mazateco está formada por no
más de 140.000 personas que viven en precarias condiciones, siendo que
otrora llegaron a ocupar un sitio de privilegio en la corte
del Imperio Azteca, donde apreciaron el conocimiento sobre el uso de las
plantas que trajeron a su reino. Hasta hoy, los Mazatecos conservan su propia
lengua y se reparten en tres poblados principales: Teotitlán del Camino;
Mazatlán de las Flores, y su capital, Huautla de Jiménez, donde vivía la
legendaria María Sabina.
El
rasgo distintivo de la expresión del poder de María Sabina, se sabe, es que por
una elevada consideración mágica sólo podía orientar su fuerza hacia el Bien.
Una vida de pruebas nada corrientes, y lo que dominaba de
plantas, le permitieron hacer casi un milagro: mantener una larga familia de
hijos y allegados sin saber leer ni escribir como nosotros; y de paso reveló a
la humanidad conocimientos ocultos antes del siglo XX. A su legado se deben
variados medicamentos que, cada vez más, se usan en la química enfocada a producir remedios para variadas enfermedades
de índole síquica, a
partir de los componentes de tres
variedades de hongos que ella enseñó a
la ciencia; los hoy inscritos en el catálogo de alucinógenos como
"Psilocybe Caerulenscens Murril Var Mazatecorum Heim";
"Stropharia Cubensis Earle", y el "Psilocybe Mexicana
Heim". En este mismo orden, María Sabina los identificaba como el "Derrumbe"
(que crece en la tierra desbarrancada y en el bagazo de la caña de azúcar); el
"San Isidro" (que crece en el excremento del toro), y el
"Pajarito" o "Angelito" (que brota al cobijo de los
maizales). El científico Robert Gordon Wasson (al que María Sabina nombraba
"Bason"), fue quien la dio a conocer citándola profusamente en
revistas y tratados médicos a partir de 1955, cuando la visitó.
R.
Gordon Wasson, con la ayuda de Robert Heim, entonces director del Museo de
Historia Natural de
París, y del
científico Albert Hofmann, descubridor del LSD, entre
otros, "a partir de las
instrucciones de María Sabina" logró rescatar de los hongos nombrados los
principios activos a los cuales se llama hoy "psilocibina" y
"psilocina". Wasson llamó a los hongos "euteógenos"
("Dios dentro de nosotros"), desde que, junto a su esposa, Valentina
Pavlovna, se les ubicó como creadores de la ciencia etnomicológica. Se deben
atribuir, sin embargo, al doctor Aurelio Cerletti las investigaciones
farmacológicas, y a Jean Delay las primeras aplicaciones de estas sustancias en
la medicina psiquiátrica, cuyo uso no se remonta a antes del año 1970, cuando
también se inscribe el fin de una práctica religiosa en Mesoamérica que se
arrastraba desde hace muchas centurias. El secreto revelado hoy permite curar
esquizofrenias, la ansiedad y otros males psíquicos. Entonces, cuando la
práctica secreta de la ingestión del hongo maravilloso fue sacada a la luz, la
luz anunció el final.
En
el libro décimo de su "Historia General de las cosas de la Nueva
España", el fraile Sahagún escribía:
"...tenían gran conocimiento
de yerbas y raíces y conocían sus virtudes;
ellos mismos descubrieron y usaron primero la raíz que
llaman peyotl: los que la comían y
tomaban, la tomaban en lugar de vino. Y lo mismo hacían de los que llaman
nanacatl; que son los hongos malos que emborrachan también como
el vino: y se juntaban en un
llano después de haber comido, donde bailaban y cantaban de noche, y de día a
su placer: y esto el primer día, y luego el día
siguiente lloraban todos mucho
y decían que se limpiaban y lavaban los ojos y caras
con sus lágrimas..."
En
el libro XI añade Sahagún:
"...los que los comen... sienten vacíos del
corazón y ven visiones a las veces espantables y a las
veces de risa; a los que muchos de ellos provocan a lujuria y aunque sean pocos. Y a los mozos locos o traviesos
dícenles que han comido nanacatl".
También Francisco Hernández, el médico de Felipe II, ha dejado otra
valiosa referencia en su "Historia Plantarum Novae Hispaniae":
"Otros (hongos) cuando son comidos no causan la muerte pero
causan una locura a veces durable, cuyo síntoma es una especie
de hilaridad irresistible. Se
les llama comúnmente Teyhuinti.
Son de color leonado, amargos al gusto y
poseen una cierta frescura que no es desagradable. Otros más, sin provocar risa,
hacen pasar ante los ojos visiones de todas clases como combates o
imágenes de demonios. Otros más, siendo temibles y espantables, eran los más buscados
por los mismos nobles para sus fiestas y banquetes, alcanzaban un precio
extremadamente elevado y se les recogía
con mucho cuidado: esta especie es
de color oscuro y de cierta acritud".
Estas notables descripciones de Sahagún y Hernández, si bien ofrecen una
perspectiva oscura de la práctica, no la asocian directamente al mal; quien sí
lo hace es fray Motolinia, que tuvo enorme influencia en la época, y quien
identifica el uso del hongo con la
perspectiva diabólica de las cosas, a partir de cuya opinión se inicia
propiamente tal la censura al respecto. En uno de sus escritos "Sobre la
Nueva España" dice:
"(los indios) ...tenían ellos otra manera de embriaguez que
los hacía más crueles: era con unos
hongos o setas pequeñas, que en esta tierra los hay como en Castilla; más los
de esta tierra son de tal calidad, que comidos crudos y por ser amargos, beben
tras ellos y
comen con ellos un poco de miel de abejas; y de
allí a poco
rato veían mil visiones y en
especial culebras; y como salían fuera de todo sentido, parecíales que las
piernas y el cuerpo tenían lleno de gusanos que los comían vivos, y así medio
rabiando se salían fuera de casa
deseando que alguno los matase; y con
esta bestial embriaguez y trabajo
que sentían, acontecía alguna vez ahorcarse y también eran contra los otros más
crueles. A estos hongos llámanles en su lengua teunamacatlh, que quiere decir
carne de Dios o del Demonio que ellos adoraban..."
La
Colonia demostró que fue fácil hacerse de los cuerpos de los vencidos, pero no
de sus almas. Los naturales fueron, al menos en México, reducidos sin
insalvables dificultades, pero, si bien fueron hechos esclavos, su yo interno
nunca fue sojuzgado, lo que se comprueba hoy también en la insospechada
supervivencia de ritos que nunca dejaron de practicar. Quizás si sea la
tradición de los hongos sagrados uno de los más importantes que salvaron, hasta
donde se sabe en relación con su vida de cada día. Pues si se creía que era una
práctica al parecer sepultada en el olvido (las referencias formales a su uso
terminan en 1726), siguieron comúnmente el rito en el sigilo de sus chozas
apartadas, con extrema precaución. Para los mexicanos posteriores las drogas
naturales de los indios eran temidas y despreciadas, haciendo pesar sobre ellos
la condenación del siglo XVI; sólo cuando Antonin Artaud y Aldous Huxley, a
comienzos del siglo XX, iniciaron desde el extranjero la reivindicación de la
práctica despreciada, fue que México comenzó a interesarse por los posibles
medicamentos que podrían obtener de estas variedades de hongos únicos,
patrimonio de su suelo. En 1936, el ingeniero Roberto Witlander había
denunciado a la comunidad científica un informe sobre ciertas especies de
hongos alucinógenos que se consumían en la Sierra Mazateca; dos años después,
un sueco, el etnólogo Jean Bassett Johnson había publicado también algo sobre
una ceremonia ritual con hongos que había vivido en México, pero pasó
inadvertido incluso en su propio país. Entonces, correspondió a Gordon Wasson,
casi dos décadas después, la gloria de su "descubrimiento". Ellos
abrieron el camino desconocido por tierras vírgenes que hasta esa época
figuraban en los mapas con la famosa inscripción "Hinc Sunt Leones"
(Aquí Hay Leones).
En
1955, cuando Wasson se encuentra con María Sabina, los hongos no se utilizaban
con el propósito de provocar éxtasis por el éxtasis mismo. Se empleaban para
curar una enfermedad o resolver un problema; su consumo estaba rodeado de fe y
reverencia. Wasson los sacó del misterio y, como dijimos, comenzó el
aniquilamiento al perderse el secreto: disipación que se hizo masiva a partir
de su uso "por moda", como sucedió entre las comunidades hippies y
los jóvenes de las clases adineradas de América que vieron en ello una nueva
entretención. Cuando Wasson conoció a María Sabina, ella aún usaba una cuarta
clase de hongo, que nombraba en mazateco como "Ya'nte", y que crecía
sobre la madera de un árbol muerto;
Wasson lo identificó con el "Conocybe Siliginoides Heim", especie que
hoy se encuentra extinguida. Entonces, a partir de Wasson, María Sabina
adquirió fama mundial (otro mexicano ilustre, el científico Octavio Barona,
llega a afirmar que ella es la única personalidad de su país que ha realizado
en el siglo XX un aporte fundamental a
nuestra civilización); sin embargo, nunca María Sabina dejó de vivir en
la más extrema pobreza. Fue guía de santos y profanos, no negándose jamás a
nadie. Quien iba a verla, simplemente era bienvenido (lo que no significaba,
necesariamente, que sería inducido por ella en el camino mágico de la
naturaleza vegetal). Ella "veía" el estado interno de quien tenía el
privilegio de llegar a su presencia, porque era un privilegio entre profanos.
Insinuar siquiera desde cuál estado de conciencia María Sabina enfrentaba la
realidad, es imposible. Entonces, sólo es posible atestiguar la experiencia que
se ha tenido con ella: quien lee debe sacar su propia conclusión.
En
1981 tuve una larga y amena conversación con el investigador y escritor Fernando Benítez, en su casona del Distrito
Federal, donde estuvimos un día casi entero con Nadine Markova, que hizo las
fotos de ese encuentro para Vogue. Fue la primera vez que escuché hablar de
María Sabina y el Libro Blanco que puede leer. Se me hizo un aspecto de lo más
soterrado que es dable intuir como existencia. Benítez, junto con ser un
excelente anfitrión, es dadivoso: ya tarde regresé a casa provisto de varios
libros al respecto que leí con gusto. Una referencia que de ella me hizo Juan
Rulfo, unos meses después, fue finalmente lo que decidió mi viaje a Oaxaca.
Fechado en agosto de 1982, escribí entonces lo siguiente:
"Borges solía decir que no era bueno escribir cuando aún no se
había acabado la emoción. Sin embargo, a pesar del sentimiento me inclino a
trazar estas líneas en plena impresión que las hacen sólo bocetos sueltos de
una experiencia en esencia personal, ocurrida en época de lluvias.
"El viaje desde la Ciudad de México hasta Huautla de Jiménez
transcurre por una carretera nada fácil de cruzar: hay sitios en que el
automóvil debe ser conducido trepando casi verticalmente ásperas cuestas. Ya en
la Sierra Mazateca, entre los grandes cerros, de repente se ve un blanco
caserío que aparece y desaparece entre las curvas, semejando una ciudad
suspendida en el aire o a punto de despeñarse: es Cuautla, cuya visión se
suaviza a partir de la llamada Montaña de las Gentes Mágicas, donde lo primero
que se divisa, en sus faldas, es el cementerio Mazateco, todo pintado de azul y
rosa entre cruces multicolores envueltas en flores exóticas, predominantemente
orquídeas. Más arriba veo soberbios cafetales custodiados por enormes hojas
redondas. La atmósfera es pura frescura vegetal. He llegado aquí
excepcionalmente guiado por José María Morelos, quien, en un gesto de magnanimidad ha organizado esta
cita, y cuya trascendencia como pintor indigenista es más que conocida. El
mismo es un miembro respetado de su comunidad: los Coras. José María, cuya
amistad me honra, desciende del mismo rey Nayar, el que llegó vestido de oro
azul a la caída Tenochtitlán, cuando los españoles lograron al fin sojuzgarlo.
La comunidad Cora fue la última de México en someterse a dominio extranjero,
sólo en el siglo XVIII, y el rey Nayar fue su emperador postrero. José María,
entonces, es un príncipe de su pueblo, y, tal cual presentí, así había de ser
recibido por María Sabina; él ha pintado una serie de cuadros que quiere
someter al juicio de la sabia.
"Y aquí vamos, subiendo por la única calle de Huautla de Jiménez,
una calle retorcida, como vertical deshecha, por la que cruzan decenas de
vecinos cargados con bultos; van en su mayoría descalzos, son personas delgadas
y de baja estatura física, particularmente armónicos. Los hombres visten una
camisa de color y pantalones cortos blancos, van sencillamente ataviados; las
mujeres, en cambio, se ven ricamente vestidas, envueltas en sus largas faldas
de telar y su huipil (pariente del chamanto sudamericano) maravillosamente
bordado, pletórico de pájaros reales y majestuosos seres del mundo vegetal
creados puntada a puntada, con resultados únicos. Todo el paisaje está dominado por el mítico Nindó Tokosho, el
Cerro de la Adoración, el monte sagrado mazateco, habitado por el Dios dueño de
la naturaleza: en cierto modo, su porte grandioso parece estar reflejado en todo
lo que se ve, en las montañas que observo, en los bosques, en las grandes
plantas, en cada piedra y rocas de formas lejanamente humanas. María Sabina
vive en lo más alto del pueblo, en una modesta casa de madera, donde termina la
zona habitada. Es la hora del crepúsculo de
la tarde y su
cabaña solitaria parece brotar de la misma tierra; está rodeada de flores que nunca antes he visto,
en todas las tonalidades del espectro. El sitio parece envuelto en una dignidad
altísima, a manera de ofrenda a los espíritus dueños de los cerros y de los
manantiales: el canto del agua se pierde entre los barrancos y se confunde con
lejanos aullidos de perros salvajes.
"María Sabina nos recibe de inmediato y abraza con gran alegría a
José María, que besa sus manos. Se ve en ella una austera vejez; no se ve
precisamente seria, sino grave y digna. Es pequeña y delgada, como su pueblo;
sin una pizca de presunción, viste un huipil blanquísimo, ricamente bordado,
muy gastado, con sus pies descalzos. Hay algo en ella que se impone con su sola
presencia, cierto dominio de la situación, una perfecta naturalidad en sus
movimientos octogenarios que llevan a verla siempre a los ojos; su mirada es
profunda, enmarcada por cejas espesas y negras en contraste con su pelo cano; tiene
pómulos salientes, de nariz fuerte y ancha en su pequeñez, la boca grande y
elocuente. Su trato es señorial y emana de sus movimientos naturales una
extraordinaria energía, que se hace visible en su andar rápido, sin ninguna
duda del fin de sus pasos. Está en
compañía de su familia: ocho personas grandes y varios niños, que viven en un
espacio mínimo, pero todo está en su
lugar, limpio y ordenado. Del techo de la casa veo colgando sombreros de alas
anchísimas, tejidos con vegetales, fantásticos: José María me indica que los
nietos de María Sabina los fabrican para el día de Fieles Difuntos, según
costumbre, para disfrazar las comparsas que visitan las casas vecinas. La sabia
trae consigo un sahumador de barro con copal y el aroma del perfume blanco inunda
todo. Se acerca con su paso ligero a José María y lo frota suavemente, en la
frente, en las manos, en los pies, con un polvo oscuro al que nombran pichiate.
Hace lo mismo conmigo, mientras repite algo: se me indica que son parabienes
para "quien viene del mar"; me siento descansado, como si hubiese
arribado a destino. Traje para María Sabina aguardiente de Quellón, que
destilan mis gentes del sur chileno. De inmediato, ella ha destapado la botella
y comparte con su familia y con nosotros el regalo, sin dejar de hacer
comentarios favorables para el agua fuerte del Sur. Su hija María Apolonia nos
sirve frijoles ricamente cocinados con hierbas de la región. Nada hablo, y su
familia también permanece en silencio riguroso: sólo oímos el diálogo que
sostiene María Sabina con José María, quien se comunica con ella en su propia
lengua Mazateca, que me parece un sonido melodioso sostenido como no escuché
antes, dulcísimo. Antes de la medianoche le indica que me podrá traer con él mañana, al terminar la tarde, sin
ingerir alimento alguno hasta entonces.
"Uno de los nietos de María Sabina nos viene a buscar a la posada.
Ella nos recibe rodeada de las pinturas que José María le dejó ayer. Está igualmente toda su familia que, al parecer,
sigue una rutina habitual. Pronto los hombres y las mujeres, excepto María
Apolonia, se retiran a un cuarto
interior, y no los volvemos a ver. Nos sentamos en sillas bajas de palma: María
Sabina frente a José María, con quien no deja de hablar mientras ve una a una
sus pinturas. María Apolonia ubica unos petates en el suelo y allí, sin más,
veo como van acomodándose algunos de los niños de su familia, que, a medida que
van quedándose dormidos, son cubiertos por un rebozo de colores vivos. Cuando
todos duermen, María Sabina se pone de pie y se dirige a un pequeño altar
empotrado en la pared: de allí toma un plato de porcelana con ribetes celestes,
donde reposan los hongos envueltos en hojas con la textura del plátano. Parecen
champiñones comunes y corrientes. Toma un par y los come ella misma. Toma otro
par y los da a José María; lo mismo hace con María Apolonia y, finalmente,
conmigo. Luego repite el solemne rito aún dos veces. El sabor, en un primer
momento, se me hace relajante (lo asocio de alguna manera con el sabor del
erizo chileno de mar), sin embargo, poco a poco, me parece horrible, a medida
que pasan los instantes un sabor fuertísimo ataca mi garganta, no puedo
soportarlo y, con vergüenza, salgo apresuradamente a vomitar. Vuelvo de lo más
consternado, pero es como si nadie hubiera percibido mi ausencia. María Sabina
sigue hablando a José María, pero ahora tiene un paño blanco apoyado en sus
faldas que borda con pericia; enormes gafas resbalan por su diminuta nariz. La
observo y dudo que esa viejecita encorvada sea una poderosa maga: de inmediato
ella dice mi nombre varias veces, apenas observándome. Desde ahora sé que es
obvio que María Sabina sabe, de alguna forma, los movimientos ondulantes de mi
mente; cada vez que dude, en lo sucesivo, su voz cadenciosa me devuelve la tranquilidad.
En un instante me aterrorizo, pero decido abandonarme a los designios de Dios.
José María dice:
"Él te escucha ahora mismo. Háblale con toda libertad. Lo único que
importa, después de nuestro oficio, lo único realmente importante para la persona
es su capacidad de establecer algún contacto con Dios. Que si uno tiene
verdadera necesidad, El responde".
Comienzo a repetir en mi mente los rezos que aprendí en la infancia, me
digo otras oraciones aprendidas quizás cuándo, nada más está en mi cerebro, sólo esta idea desbocada de
clamar a Dios para que se deshaga el miedo que tiende a invadirme... pienso que
he comido hongos alucinógenos sin saber, en verdad, nada de lo que pueda
suceder y tiende a asaltarme una idea angustiosa; siento a María Sabina decir
mi nombre y decido que el miedo es en verdad repulsión a la náusea que tiende a
asaltarme desde el sabor mineral que tengo en la boca, es un sabor punzante,
descompuesto, molesto en extremo a mis sentidos. Salgo nuevamente de la cabaña
a la oscuridad de la noche, hay luna nueva y el cielo está plagado de estrellas que se pierden más allá
de las nubes negras, me rodea una vegetación fantástica que disimula quebradas
sin final, y el aullido largo de los perros salvajes que no me causan miedo; al
aire libre me obligo a devolver cuanto sea que haya ingerido, siento luego como
si hubiera tirado los deshechos de toda mi vida por la boca... me asalta un
cansancio enorme, entro silenciosamente de nuevo a la habitación y,
simplemente, me tiro en uno de los petates en el suelo, tal cual como he visto
hacer a los niños. María Apolonia me cubre con una de sus mantas tejidas de
colores fuertes, siento maravillosa esa lana y la calidez que se me brinda. Así
permanezco, cierro los ojos, junto al abrigo de la manta me envuelve el dulce
sonido de la lengua que hablan María Sabina y José María; estoy protegido. Todo
ocurre, si se puede decir así, en una especie de tiempo detenido, es como si
todo existiera por sí mismo, enmarcada la vida en un cuadro eternamente inmóvil,
circular. Siento claramente que el tono musical de las voces me llena de gozo.
Estoy inmóvil, intento mover un brazo y no puedo, pero en modo alguno me
aterrorizo y no siento la más mínima molestia; estoy como muerto en el petate y
me siento perfectamente cómodo: es tal cual si la tierra se hubiera adaptado a
la forma de mi cuerpo; puedo moverme ahora y el suelo se adapta a cada cambio
que hago en mi posición, ensayo muchas formas y en todas pudiera permanecer una
eternidad. Las palabras de María Sabina
me llegan ondulantes, abriéndose camino en el aire, ocupando su propio lugar en
el espacio, dulcemente, tienen una musicalidad que se deshace y compone en un
ritmo uniforme y perfecto; siento enorme respeto por las voces que danzan en la
habitación y pienso que por nada debo hablar, temiendo quebrar la armonía del
sonido con mi propia voz rústica, sin embargo, en un instante escucho mi propia
voz hablando decididamente. Pienso en que María Sabina no puede entender lo que
digo y le ruego a José María que sirva de traductor; es lógico lo que pienso y
discurro; me tranquiliza saber que el raciocinio más íntimo permanece intocado,
y hablo. Les cuento de mi infancia en Santiago, que no fue dura. Luego hablo
del mar, de las cosas que ocurren en las aguas profundas, de todas esas
cuestiones que nacemos sabiendo del mar los chilenos; cuando mis recuerdos son
cortados por la emoción, como un aliento, escucho a José María que traduce mis
palabras a María Sabina. Ella dice que una vez vio el mar, cuando le incendiaron
su casita y tuvo que tomar a todos sus hijos para buscar un nuevo hogar, y
caminó con ellos hacia el mar; pero no había forma de establecerse en esos
lugares, así es que, simplemente, se quedó mirando el mar mientras sus hijos
disfrutaban del agua, y escuchó decir al mar que debía volver a la casita y
reconstruirla y luchar con todas sus fuerzas para comenzar de nuevo. Y así fue
como lo hizo. Ella me pregunta por los juegos de los niños que viven a orillas
del mar, le cuento cómo es que se va de pesca en las aguas nocturnas, de los
recolectores de caracolas y hierbas saludables que crecen a orillas de la gran
agua, hablo de los niños abriendo camino en los acantilados y en plena asamblea
deliberando sobre cómo abrir la puerta de piedra que nadie ha cruzado y que
lleva al tesoro del pirata en la Caleta de los Pescadores de San Pedro de
Cartagena, mientras, María Sabina sigue plasmando de figuras vegetales, azules,
verdes, rosas, su paño blanquísimo, maravillosamente sincrónico. Todo esto es
humano, todo dentro de nuestro mundo. Me quedo en silencio y veo a María Sabina
y José María largo tiempo, envueltos en la luz de una vela, en la claridad
azulosa con que tiñe el copal al aire, en el dulce sonido de sus voces, que es
quebrado por el llanto de uno de los niños, que me estremece, es un llanto que
lo traspasa todo, cortante, como si fueran cuchillos de cristal rasgando el
espacio; María Apolonia toma del petate al niño que llora: éste decide escapar
y aferrarse a María Sabina: ella deja su labor y, en medio del llanto en huida,
acurruca a su nieto, iniciando un canto de tal suavidad que me siento inmerso
en la canción de cuna más bella que nadie oyó; en su canto, en verdad, nos
acurruca a todos, siento una indescifrable complacencia. El niño, ya tranquilo,
vuelve a los brazos de María Apolonia durmiéndose en su regazo. María Sabina,
ahora, toma su bastón y comienza a golpear suavemente la tierra entre ella y
José María y la música que ahora siento venir no es menos singular. El suave
sonido del madero golpeando el suelo dota a todo el entorno de una vibración
extrañísima; es como si la Tierra profunda vibrara en una sola nota, que viene
precisamente de allí donde ella toca, toc, toc, toc... escucho el golpe
magnificado, traspuesto a un plano inhabitual, como si ya no existiera el
silencio, con toda la vida emanando de un solo vibrato cadencioso. Oigo a María
Sabina y José María repetir un sonido monosilábico: xi, xi, xi... no sé cuánto
dura este sonido que se apropia de todo, xi, xi, xi... Sé que el instante es supremo
y agradezco a la vida por permitirme llegar hasta dónde he llegado; así caigo
en una especie de ensueño. No me parece estar dormido ni me pregunto siquiera
dónde me encuentro ni por qué circunstancias he llegado a este lugar,
simplemente estoy leyendo con luz de día mientras, al
mismo tiempo, me
observo desde lo alto. Estoy en reposo, íntimamente recogido, leyendo un
libro austero a primera vista por la forma de las tapas, sin adorno alguno,
quizás de cartón crudo nada más, me inclino para ver qué leo con tanto afán y
veo que las hojas son blancas como la nieve al sol, que se hace reflectante tal
cual veo las páginas abiertas: al instante de fijar mi vista en ellas las veo
convertidas en una especie de recipiente de todo cuanto soy, es tal cual si lo
que está allí escrito fuera absorbiendo parte por parte todo mi cuerpo, y
comienzo a hundirme entre las líneas de palabras, entre cada letra, entre las comas y los puntos y los dos puntos
y los puntos y coma, de pronto veo un acento majestuoso y soberbias mayúsculas,
mis ojos, mi oído, mi piel, la luz grande que ilumina toda la escena, aullidos
de perros a lo lejos, el calor y el frío, todo está entre estas líneas a las que he caído desde
lo alto y que recorro como si fueran cosa viva. Leo una palabra y al instante
el concepto que representa el signo pasa a ser parte de mi mismo, en manera
compleja y delicada. Así, por las palabras tomo conciencia del mundo a través
de un concierto interminable de cosas que leo allí. No sé cuándo he iniciado la
lectura ni cuándo acabo, sólo siento que mi trabajo está plenamente
justificado, como el trabajo de cualquier escritor, y con ello siento
justificada mi vida entera, en su significación mágica que no requiere más que
el porte de un libro. Siento que nada más necesito como no necesité jamás. No
parezco tener peso alguno, y en una fracción del tiempo pienso que estoy
leyendo levantado del suelo, me asusto al pensarlo y temo quebrar la ilusión,
como cuando se despierta de un buen sueño, pero no, así sigo, leyendo en el
aire, ahora creo que no he caído desde
lo alto, sino que he brotado desde lo bajo, anulada la gravedad, carente de
peso, mientras no dejo de leer, sin apoyo alguno, sin otra conexión más que mi
vista en las palabras, en medio de
la nada
original, en el vacío absoluto,
justo al centro de lo que está en
movimiento detenido, donde el tiempo no existe... mi coherencia está rota en mil pedazos y no me importa: es más
que suficiente saber que leo algo maravilloso, de lo que no guardo el más
mínimo recuerdo, tal cual si la vida misma fuera siendo tapiada a nuestras
espaldas. Solo sé que estoy lejos de todo y sigo allí mismo, presente. En un
instante es como si rodara entre los espacios vacíos que quedan entre letra y
letra, entre palabra y palabra, entre línea y línea; digo rodando en el sentido
cíclico del término, como viajan en sus alfombras los magos de Oriente. De
súbito "aquello" desaparece como se presentó, naturalmente, sin
estertores ni dolor alguno: simplemente el libro no está más. Me siento ahora en el petate con gran
energía. Siento en plenitud mis fuerzas y el sabor mineral del hongo, pienso,
ha desaparecido completamente: nunca más lo recobro. Siento una gran confianza
dentro de mi mismo, cierta serenidad gozosa, cuyo influjo no se desvanece con
los primeros rayos del sol temprano; al contrario, el día filtrándose por las
hendiduras parece dar vida nueva a cuanto ilumina, tal cual si el éxtasis
fuera, en cierto modo, coronando más y más a medida que envuelve todo el
espíritu vital del día. Me siento inclinado a la acción. No es ahora el efecto
químico de la psilocibina en mi cuerpo lo que siento, no, es algo de naturaleza
diferente, como fe y certeza de que cuanto vivo en esta cabaña pobrísima de
Mesoamérica, durmiendo en el suelo, con María Sabina, María Apolonia, los niños
y José María, de alguna manera, siento, me he acercado al espíritu mágico de la
naturaleza humana, al perfume de nuestro pensamiento, a esa estructura refinada
que hay en todo lo vivo y que no puedo describir, pero que, en cierto sentido,
he aprendido. Sueño ahora sin tener desilusión; es posible, entonces, la
esperanza sin desencanto.
La
luz blanca, muy blanca del día despejado, entra por la puerta ahora abierta de
la cabaña y es como si afuera todo se incendiara, sin quemar. Un rayo de sol
toca la cara de María Sabina que la inunda toda en luz, veo sus ojos azules
eléctricos, su piel dorada como de puro oro, su pelo incendiado de brillo; le
sonrío y responde igual: me invade hacia ella un sentimiento de respeto inacabable.
Veo que José María va hacia ella y, con sumo respeto, le besa las manos. Hago
lo mismo. María Sabina está radiante y
su esplendor baña todo el cuarto, en que los niños poco a poco inician su
despertar, plácidamente, en el suelo. Al salir y despedirnos, María Sabina nos
regala a cada uno un puñado de copal, la piedra lechosa anterior a todo.
Bajamos al pueblo por la cuesta bordeada de plantas y flores irrepetibles, con
el canto de las aguas cayendo de la cañada en cascadas, entrelazando
manantiales y arroyos. El aire fresco parece descansar en estos caminos de la
Sierra Madre. Bordeando el camino que indica justo un arcoíris, entonces, tengo
esta experiencia:
Hay
un plano sembrado de altos magueyes separados por los surcos para el agua, y
entro al plano. José María me sigue. Los surcos de regadío están secos, quito
mis zapatos, mi camisa y me tiendo allí mismo, cara al cielo; de inmediato
siento que brotan cientos, miles de raíces de mi cuerpo y van a lo más profundo
de la tierra; ni una piedrecilla me estorba; es como si la tierra fuera un paño
de terciopelo acariciador, más aún, si es posible, que la manta allá en la
cabaña. Un gusanillo verde, casi transparente, cruza mi torso desnudo: lo miro
a los ojos largo tiempo y en la mirada del gusanillo sé que todo lo vivo tiene
su propia razón de ser, que permanece ignorada a nosotros. Luego levanto mis
ojos al cielo y sucede
algo terrible: veo que el
cielo explota en movimientos y colores amenazadores, siento
que se me viene encima para arrancarme bruscamente de la tierra y me afirmo
instintivamente a los fuertes tallos del maguey que hay a ambos lados de mis
brazos, sin que una sola espina me dañe; me aferro fuertemente a las plantas
pero, con horror, siento que el cielo comienza a absorberme, irremediablemente
parezco a punto de salir disparado hacia el infinito amenazante; quiero gritar
por ayuda y la voz no sale de mi garganta; observo a José María que está a un lado mío, sentado en cuclillas, lo miro
y su forma me espanta: ya no es un ser humano, es ahora un puma enorme,
imponente, definitivo, y vigila mis movimientos, sintiéndome perdido, pero,
recapacito, siento que ese feroz animal, en verdad, está protegiéndome. Cierro los ojos y poco a poco
me tranquiliza el contacto suave del surco de tierra en que yazgo. Me incorporo
lentamente y veo que José María ya no es un puma: ha vuelto a su forma humana.
El cielo ya no es amenazador ni mucho menos: es un arrebol temprano cruzado de
todos los colores, magnífico. Hay una brisa fresca muy agradable, caminamos.
Cruzamos el plano de los grandes magueyes siguiendo el sendero de los surcos
del agua, cuando sucede un hecho pequeño y maravilloso: veo en el suelo un
ramito de flores secas, tres flores muertas, las levanto entre mis manos y, lo
aseguro a quien quiera oírlo, las tres flores de inmediato renacieron,
volvieron a la vida, se hicieron frescas nuevamente, como si nunca hubiesen
muerto... al ver lo que sucede, me asusto, y las pongo, de prisa, nuevamente en
la tierra. Sigo, y pienso que ha sido efecto de los hongos mágicos, nada más
que una alucinación individual, la dejo atrás. Retornamos luego a la Ciudad de
México de un viaje, la mayor parte del trayecto en silencio, en paz con
nosotros mismos, plenos de impresión. Nos despedimos. Duermo un día entero.
Luego he vuelto a ver a José María y me
ha comentado el hecho que no tiene lógica alguna: él también vio cómo
renacieron las tres flores secas. No supimos una explicación lógica, pero
concluimos en que si entonces fue real este pequeño hecho mágico, acaso sea
posible la resurrección de las cosas.
Más allá
de la magia que busqué encontrar o del intento por develar alguna de las
esquivas verdades sobre el mecanismo de nuestra conciencia, el consumo de la
variedad de hongo llamada popularmente "derrumbe" quedará en mi vida como algo inexplicable, en que la
única certeza que me queda es no saber jamás hasta dónde pude llegar. Entonces,
aquí sólo escribí lo que viví, sin mayores explicaciones. Le envié a María
Sabina unas fotos suyas que publicamos en Vogue, para que los guardara entre
sus papeles que hablaban de ella. Debió leerle María Apolonia la única frase en
lengua mazateca que pude aprender: Nináa-Tindali,
Dios te salude.
Unos seis años después, María Sabina se devolvió a la distancia
"allá donde las flores". Se
fue con sus ojos azules que, a ratos, ocultaba tras grandes anteojos y poníase
a bordar en paño blanco sus ancestrales dioses de las plantas. Ella atendía a
las parturientas, a los hombres que tenían un frío o un calor en el cuerpo, les
devolvía el alma a quienes la perdían de susto y ahuyentaba a los malos
espíritus.
María
Sabina era ágrafa, no analfabeta. Los
poetas que escribieron los textos más antiguos que se han preservado, como los
llamados Himnos Védicos, eran todos
ágrafos. El mundo entero lo era por entonces, y grandes comunidades
siguen siéndolo. El lenguaje que empleaba María Sabina es llamado nahualtocaitl
por los curanderos mexicanos, el "idioma de la divinidad". Aunque no
es precisamente un lenguaje esotérico, más bien es un lenguaje poético donde se
reiteran salmos y letanías encadenadas a una serie de metáforas, oscuras con
frecuencia, y a licencias y juegos idiomáticos comunes a la poesía clásica. El
canto o la voz de María Sabina hacían las veces del tambor chamánico (el mismo
que utilizan las machis chilenas), lo cual no excluye que ella recurriera al
final de su vida al empleo de instrumentos de percusión, como un simple bastón
que golpeaba contra el suelo. María Sabina nunca se encontró con la palabra
escrita en el mundo que conoció. Luego no le fue necesaria: la aprendía de lo
que escribían los "angelitos" en los cielos azules de su Sierra
Mazateca.
Hace unos años, cuando llegamos a su presencia, me sentía separado de
ella por una barrera lingüística impenetrable. Su ser colosal estaba fuera de
mi alcance, y no tenía la menor idea de cómo me iba a acercar. Ella pertenecía
a la historia no escrita por remota, a aquella que traemos grabada en la mente
desde que nacemos, y que por tener tan cercana, justamente, no conocemos. Pero
María Sabina era toda calidez, en su presencia ni se necesitaba hablar. Ante su
persona el sonido del silencio era pura música, que escapaba de sus letanías,
oraciones, cantos o como quiera llamarse a las voces que emitía al hablar, aunque,
digámoslo, su música interior la transmitía aún con los labios cerrados. Es
inútil, de cualquier manera, tratar de reconstruir con palabras quién era María
Sabina: su sensibilidad sólo era posible vislumbrarla en su presencia, lo demás
de bueno que se diga de ella es poco; venía de muy lejos en el tiempo, parecía
arrancada de una página del mismo Popol Vuh, o de los frisos más antiguos de
América; quizás si ya se hablaba de ella en los templos mayas, esos verdaderos
libros de piedra donde las muchedumbres podían leer y
repetir como uno solo sus cantos a lo divino. Ella reflejaba la
conciencia de un poder sagrado y olvidado, era expresión postrera viva del
colosal pasado de México: el de los tiempos en que los hombres podían
metamorfosearse a imagen y semejanza de sus sueños. Era María Sabina sanadora
por excelencia, la que curaba el mal del modo más natural.
Y
fue mujer que mira hacia dentro; mujer luz de día; mujer luna; mujer estrella
de la mañana; mujer rocío fresco; mujer rocío húmedo; mujer del alba; mujer que
está debajo del árbol que gotea; mujer de la ropa pulcra;
mujer remolino; mujer que no sabe mentir; mujer del bien; mujer que trabaja; la
que puede entrar y salir del reino de la muerte; la que viene buscando por
debajo del agua desde la orilla opuesta; la mujer que brota; la mujer que
limpia; la mujer que arregla; la mujer lancha; la mujer del libro blanco.
La
sabiduría se le presentó así:
-Varios años, no sé cuántos, mi hermana María Ana se enfermó. Sentía
dolores en el vientre que hacían que se doblara y gimiera de dolor. Cada vez,
yo la veía más grave. Llamé a varios curanderos, pero fue inútil, ellos no
podían curar a mi hermana. Viéndola así tendida, la imaginé muerta. No, eso no
debía ser. Ella no debía morir. Yo sabía que los angelitos tenían el poder. Yo
los había comido de niña y recordaba que no hacían mal. Yo sabía que nuestra
gente los comía para sanar sus enfermedades. Entonces, decidí: en esa misma
noche yo tomaría los hongos santos. Así lo hice. A ella le di tres pares. Yo
comí muchos, para que me dieran poder inmenso. No puedo mentir: habré comido
treinta pares de "derrumbe". Cuando los angelitos estaban trabajando
dentro de mi cuerpo, recé y le pedí a Dios que me ayudara a curar a María Ana.
Me acerqué a la enferma. Los angelitos guiaron mis manos para apretarle las
caderas. Suavemente le fui
dando masaje donde ella decía que
le dolía. Yo le hablaba y comencé a cantarle; sentí que hablaba cada vez con
mayor facilidad y sentí que le cantaba bonito. Decía lo que los angelitos me
obligaban a decir. Seguí apretando a mi hermana, en su vientre y en sus
caderas; finalmente le sobrevino mucha sangre. Agua y sangre como si estuviese
pariendo. Nunca me asusté porque sabía que Dios la estaba curando a través de
mí. Los angelitos aconsejaban y yo ejecutaba. Atendí a mi hermana hasta que la
sangre dejó de salir. Luego dejó de gemir y durmió. Mi madre, que aún no se
devolvía a la distancia, se sentó junto a ella para acompañarla.
"Yo no pude dormir. Los angelitos seguían trabajando en mi cuerpo.
Tuve una visión: Aparecieron unos personajes que me inspiraban respeto. Yo
sabía que eran los Seres Principales de que hablaban mis antepasados. Ellos
estaban sentados detrás de una mesa sobre la que había muchos papeles escritos.
Yo sabía que eran papeles importantes. Los Seres Principales eran varios, como
seis u ocho. Algunos me miraban, otros leían los papeles de la mesa. Yo sabía
que no eran de carne y hueso. Yo sabía que no eran seres de agua o tortilla.
Sabía que eran una revelación de los angelitos. De pronto escuché una voz: una
voz dulce pero autoritaria a la vez. Como la voz de un padre que quiere a sus
hijos, que los cría con fuerza, una voz sabia que dijo:
-Estos son los Seres Principales... Yo sentí una felicidad infinita. En
la mesa de los Seres Principales apareció un libro, un libro abierto que iba
creciendo hasta ser del tamaño de una persona. En sus páginas había letras. Era
un libro blanco, tan blanco que resplandecía. Uno de los Seres Principales
habló y me dijo:
-María
Sabina, éste es el Libro de la Sabiduría. Es el Libro del Lenguaje. Todo lo que
en él hay escrito es para ti. El Libro es tuyo, tómalo para que trabajes...
Yo
exclamé emocionada: -¡Es para mí! ¡Lo recibo! Y los Seres Principales luego
desaparecieron y me dejaron sola frente al Libro inmenso. Yo sabía que era el
Libro de la Sabiduría. El Libro estaba ante mí, podía verlo pero no tocarlo.
Intenté acariciarlo pero mis manos no tocaron nada. Me limité a contemplarlo y,
al momento, empecé a hablar. Entonces supe que estaba leyendo el Libro Sagrado
del Lenguaje. Mi Libro. Yo, que no leía, estaba leyendo el Libro de los Seres
Principales. Ya no era simple aprendiz. Yo había vislumbrado la perfección. La
había rozado de alguna manera, y como premio, como un nombramiento se me había
otorgado leer el Libro sin saber leer. Cuando se toman los angelitos se puede
ver a los Seres Principales. De otra manera, no. Y es que los angelitos dan
sabiduría porque hacen humilde: igualan con lo más mínimo del universo. El Lenguaje
está en el Libro. El Libro lo otorgan los Seres Principales. La sabiduría es el
lenguaje.
"En esa misma velada, luego que el Libro desapareció, tuve otra
visión: Vi al Supremo Señor de los Cerros, al Chicon Nindó. Vi que era un
hombre a caballo que venía hacia mi choza... su cabalgadura era hermosa: un
caballo blanco, tan blanco como la espuma. Un caballo hermoso. El personaje
detuvo su cabalgadura a la puerta de mi choza. Yo lo podía ver a través de las
paredes, yo estaba dentro de la casa pero mis ojos tenían el poder... el
personaje esperaba a que yo saliese. Y con decisión salí a su encuentro. Me
paré junto a él. Sí, era el Chicon Nindó, el que es dueño de las montañas. El
que tiene poder para encantar a los espíritus... Me paré junto a él y me
acerqué más. Vi que no tenía rostro aunque usaba un sombrero blanco. Su rostro
era como una sombra. Era un ser como cubierto por un halo. Enmudecí. No dijo
una palabra. Desapareció por el camino rumbo a su morada: el gran Cerro de la
Adoración. Entré a la casa y tuve otra visión: Vi que algo cayó del cielo con
gran estruendo, como un rayo circular. Era un objeto luminoso que cegaba. Vi
que caía por un boquete que había en una pared. Lo que cayó se fue convirtiendo
en una especie de ser vegetal, también cubierto por un halo como el Chicon
Nindó. Era como una mata con flores de muchos colores; en la cabeza tenía gran
resplandor. Su cuerpo estaba cubierto de hojas y tallos. Ahí estuvo parado, en
el centro de la choza; yo lo miré de frente. Sus brazos y sus piernas eran como
ramas y estaba empapado de frescura, y detrás de él apareció un fondo rojizo.
El ser vegetal fue perdiéndose en ese fondo rojizo hasta desaparecer
completamente. Al esfumarse la visión yo sudaba, sudaba, mi sudor no era tibio,
sino fresco. Me di cuenta que lloraba y mis lágrimas eran de cristal, las que,
al caer en el suelo, producían tintineos. Seguí llorando pero silbé y aplaudí y
bailé. Bailé, porque ya sabía que ahora yo era la Payasa Grandiosa. Ya era
sabia".
Hoy, ya en el siglo XXI, se dice que María Sabina era una síntesis total
de la mente anterior a la conquista, que resumía en su alma la religión antigua
de América, aquella empapada en el Realismo Mágico rescatado en la literatura
de nuestra América, lo que ha llevado a involucrarla con leyendas fabulosas,
como la de aquella muy extendida, a partir de la conquista, de que Jesucristo
estuvo en América como en todos los sitios civilizados de la época en que vino
a la Tierra. No por nada en México se refieren con admiración a cierto joven
vigoroso, cordial, un sabio atlético mesoamericano que llegó hace mucho a esas
tierras desde el misterio, y que luego partió como vino, prometiendo volver
algún día, y que en extraordinario sincretismo religioso María Sabina afirmaba
que "los angelitos crecieron
por primera vez
allí donde escupía Nuestro Señor". Otra tradición mesoamericana
afirma que las plantas en general con poderes mágicos, crecieron por primera
vez allí donde cayeron las gotas de orina de Quetzalcóatl, y aún otra habla de
que primero crecieron allí donde cayeron sus lágrimas al partir desterrado por
Tezcatlipoca, el oscuro espejo humeante; lo verdadero es que siempre se da como
origen de la extraña química de estos hongos a la acción directa de algún
efluvio del Hijo de Dios. Quizás por esto María Sabina toda su vida fue a misa
católica el primer viernes de cada mes, practicando desde siempre el apostolado
mayor de la Oración. Ella era una oradora, sanaba por voz, apoyada en el Verbo.
Religiosa practicante, en su comunidad Mazateca, ella organizó la Hermandad del
Sagrado Corazón de Jesús. En su casita se veía, en el pequeño altar, la imagen
de la Virgen Nuestra Señora Guadalupe, también la imagen de San Marcos, San
Martín Caballero y Santa Magdalena. Decía:
"Ellos me ayudan a curar y a hablar en el tiempo en que me
transformo en sabia. Sé que Dios está
formado por todos los santos, así como nosotros, que todos juntos
formamos la humanidad. Igual Dios está
formado por todos los santos. He pertenecido a las hermandades desde
hace mucho tiempo. Una hermandad está
compuesta por diez mujeres. A cada una también se la llama
"madre". Cada dos, cuatro o seis años, se turnan las socias para que
cada una sea, alguna vez, "madre principal". Nunca se deja de ser
madre. Yo desde un principio tomé parte en las hermandades con gran entusiasmo,
porque siempre he guardado respeto a todo lo que sea asunto de Dios".
Antes de María Sabina los hongos se tomaron para encontrar a Dios, pero
estaba la práctica reservada a las castas sacerdotales de la América antigua;
al ser la ingestión de estas plantas un acto sagrado era una práctica secreta.
Desde que María Sabina los da a conocer
a la ciencia, que extrae de ellos medicamentos, comenzó a residir a la orilla
de los misterios cristianos, y fue la razón de que en un comienzo todo su
pueblo la repudiara, al marcar también, ese momento, el fin del secreto:
"Aunque soy mujer limpia, la maldad ha existido en mi contra. Uno
de mis hijos fue asesinado frente a mí. Antes de que sucediera la tragedia, los
angelitos me lo avisaron. Fue un día jueves en que durante una velada tuve una
visión. Apareció una piel de res, un cuero putrefacto de animal, al lado
derecho de donde yo me encontraba. Olía feo. Luego apareció un hombre cerca de
la piel, vestido de paisano, que gritó:
-Yo
soy. Yo soy. Con éste serán cinco. Con éste serán cinco a los que asesino.
"Un vecino llamado Agustín había tomado los angelitos conmigo para
curarse de dolores que sentía en la cintura. Yo me dirigí a él para preguntarle:
-¿Tú viste a ese hombre? ¿Tú oíste lo que dijo?
-Sí
lo vi -contestó Agustín-. Es uno de los Dolores.
"Así era. Porque el asesino era uno de los hijos de la vecina
Dolores. Y tres días después llegó a ver a mi hijo el Dolores. Al asomarme, vi
que ese hombre se levantó la camisa y sacó de su cinto un puñal, que de
inmediato clavó en la garganta de mi pobre Aurelio; murió ahí mismo donde cayó
de bruces cerca de la puerta. Todos los vecinos vinieron al velorio. Tomaron
aguardiente y jugaron barajas. Yo les di café, pan y cigarros. Ellos pusieron
dinero cerca del cadáver: con eso pagué los gastos del entierro. A mi pobre
Aurelio lo enterramos con música...
"Cierta vez quemaron mi casa de siete brazadas de largo. Estaba
construida de madera con techo de zacate. Yo estaba bien entonces, tenía una
tiendita, pero con el incendio perdí todo. Todo se acabó. Ardió mi tiendita, el
maíz, las semillas, mis huipiles, mis rebozos... pura ceniza. Sin saber a quien
recurrir, ya estaba viuda, me fui caminando con mis hijos, para subsistir
comíamos frutas silvestres, hasta que llegamos al mar, pero no era como lo que
ya sabía de la vida acá en el monte, así
que volví al monte con mis hijos. Hacíamos té de hojas de naranjo o de limón.
Doña Rosaura García, vecina de Huautla, me ayudó: ella me regaló un tazón. Otra
persona, a quien no recuerdo, me regaló una jícara (jarro de calabaza). Eso me
sirvió. Ignoro el motivo por el que quemaron mi casa. Unos dijeron que el
motivo era que yo había revelado el secreto antiguo de nuestra medicina a los
extranjeros. "En nuestra sabiduría no hay nada malo que dañe y deba
ocultarse", yo dije. Otros dijeron que el motivo por el que quemaron mi
casa era la envidia que personas malvadas sentían de mi poder. Nunca supe el
nombre de quienes incendiaron mi casita, ni me interesé en consultarlo con los
angelitos. Trabajé mucho para levantar otra casa; esta sí de adobes con techo
de lámina. Yo sigo siendo la misma".
Idealmente, para María Sabina, el sujeto alcanza un desarrollo óptimo
cuando logra mantenerse él mismo ante las diferentes experiencias de la vida.
Cuando "integrado con uno mismo" se mantiene inalterable ante
cualquier situación:
"-La esencia es lo que hace iguales a todos los seres vivos, los
que se diferencian entre sí dependiendo de su cercanía o alejamiento con
respecto a esa esencia". Al final de su vida logró ganarse el afecto de su
pueblo. En su vejez los mazatecos la rodearon de consideración y respeto;
muchos subían a buscarla hasta la cabaña en la cumbre y le consultaban sus
problemas y ella los curaba de la mente y el cuerpo. Entre sus gentes, María
Sabina nunca le dio importancia a su
elevada posición. En vez
de rodearse de misterio, se la
veía como todos, cruzando la única calle de Huautla cargada de bultos o sentada
en un rincón de la iglesia, humildísima, sin compañero: "Cuando comencé a
trabajar con los angelitos, ya no tuve más trato en lo íntimo con hombre
alguno. En total, en mi vida, tuve dos hombres. Conocí al que sería mi primer
marido el día que vino por mí. No hubo casamiento. Mi madre, sin consultarme,
me ordenó juntar mi ropa diciendo que a partir de ese momento ya no le
pertenecía más: él se llamaba Serapio Martínez, y al paso del tiempo lo quise
mucho. Comprobé que era de buen corazón. Con orgullo puedo decir que él sabía
leer y escribir. Cuando le dije que ya estaba encinta, apenas balbuceó: -Pues
prepárate a ser madre...
"Se fue cuando Catarino, mi primer hijo, apenas tenía diez días de
haber nacido. Lo miré hasta que lo perdí de vista en el camino. Unos hombres
vinieron por él: estaban juntando a todos los hombres para llevarlos a pelear
con las armas. Lloré mucho. Me volví donde mi madre a su chocita. Llegaba un
vecino y decía:
-No
te aflijas más. Alguien lo vio. Serapio vive...
Al
poco tiempo la versión cambiaba:
-Serapio
está perdido, nadie sabe de él.
Confiemos en que aparezca pronto.
Luego una esperanza: -Ya apareció Serapio...
Y
luego otra desilusión: -No. Murió ya...
Al
final me acostumbré a una vida de sobresaltos, luego ya ni me importó si
Serapio vivía o si ya había muerto; fue cuando yo comencé a agradecer fríamente
las noticias que me traían. Pero sentí que mi corazón se hizo más grande cuando
Serapio apareció en verdad frente a mí. A primera vista no lo reconocí. Me
habló poco de su vida de soldado. Sólo que los
ágiles tenían más oportunidades de ascender: los ágiles y los valientes. El valor era lo primero. Y Serapio era valiente.
Cuando se volvió a ir ya no me preocupé. Regresó de nuevo, y procreamos dos hijas
más: María Viviana y María Apolonia. Es cierto que Serapio tomaba poco
aguardiente y trabajaba mucho. Trajo a mi casa varias mujerzuelas, pero se iban
a los quince o treinta días de haber llegado. Yo no era celosa, pues siempre me
sentía la verdadera mujer de Serapio. Tuve ese primer marido durante seis años,
los mismos años que mi padre vivió con mi madre; al igual que ella, enviudé
como a los veinte años, creo. Serapio contrajo la enfermedad del viento
("tchin-tjao" en lengua mazateca, refiriéndose a la bronconeumonía),
y murió después de tres días.
"Nunca comí los angelitos mientras viví con Serapio, porque la
mujer que toma hongos no debe tratar con hombre en lo íntimo, siempre lo digo.
En el fondo yo sabía cuál era mi destino, y solo decidí tomar los angelitos
cuando enfermó mi hermana, pero entonces vivíamos con mi madre y mis tres
hijos, y en la casa había hambre. Así que empecé a trabajar para mantener a mi
madre y a mis hijos. Partía leña a hachazos y la vendía a quien quisiera,
sembré y picaba la tierra. Compraba ollas y velas y las revendía en el mercado.
Mis abuelos me habían enseñado la cría de gusanos de seda, y los criábamos
dentro de la chocita; los gusanillos comían hojas de mora, comían ruidosamente
y crecían del tamaño de un dedo; luego de casi unos ocho meses comenzaban a
babear, a depositar la seda en sus camas de varas en la pared; también bordaba,
pero la cría de gusanos se acabó cuando trajeron las telas de la ciudad. Sembré
milpa y frijol, y coseché café. En los días en que trabajaba en el campo,
cavaba unas fositas en la tierra, donde depositaba a mis hijitos para
protegerlos del viento y del frío.
"Viví trece años
viuda. Luego un hombre llamado Marcial Carrera empezó a
pretenderme. Yo no tenía necesidad de tener hombre, pues ya sabía mantenerme a
mí misma. Sabía yo trabajar y mi familia no padecía de tantos sufrimientos;
había hambre, sí, pero no era tan quemante como la que sufrimos María Ana y yo.
Mi trabajo ayudaba para que tuviéramos algo que comer y algo que vestir.
Marcial Carrera insistió y, de acuerdo con la costumbre, trajo a su padre y a
su madre para que hablaran con mi madre. Mi madre me persuadía para que
aceptase a ese hombre. Decía que un hombre en la casa ayudaría a hacer menos
pesado mi trabajo. Al fin accedí. Puse mis condiciones: si Marcial quería
mujer, él debía venir a vivir a mi casa porque no iba a mudar a mi madre, a mis
hijos, a mi petate, a mis ollas, mis azadones y mis machetes a su casa. Mi casa
estaba mejor que la de Marcial. El aceptó mis condiciones y se vino a vivir a
mi casa. Con el tiempo comprobé que bebía mucho aguardiente. Era curandero y
hacía hechicerías con huevos de guajolote y plumas de guacamaya. No le gustaba
trabajar en el campo y ni sabía usar con destreza el azadón. Me golpeaba con
frecuencia y me hacía llorar, era un mal hombre, y como yo me acostaba con él
siempre le oculté mi ciencia. Sufrí mucho con él. Una vez enfermaron dos
conocidos suyos, dos ancianos, y recurrieron a él para que los curara, pero de
nada valieron sus huevos, yerbas y oraciones, porque no sanaron; al contrario,
empeoraban cada día, entonces intervine devolviéndoles la salud. Marcial, al
descubrir que yo sí podía curar, ya no dejó de pegarme, y lo deseché, no me
acosté con él desde el día que me hizo sangrar. Entonces él se metió con una
mujer casada, vecina nuestra, que tenía hijos grandes, y una noche el marido de
ella y los hijos le quebraron la cabeza a palos. Oí los gritos, pero no pensé
que era Marcial. Al otro día lo encontraron muerto. La adúltera
fue abandonada por el marido y
sus hijos y hasta ahora vive solitaria en Barranca Seca. En los trece años que
viví con Marcial tuve siete hijos. Así, me quedé sola nuevamente, pero ahora
tenía que mantener a mi madre y a mis diez hijos. Desde entonces me hice
reputación como la que sabe. No pienso mal de los hombres, sólo que desde que
decidí trabajar con los angelitos ya dejaron de interesarme.
"No estoy segura, pero creo que entonces yo tenía más de cuarenta
años. Ni sé en qué año nací, pero mi madre, María Concepción, dijo que fue en
la mañana del día de la virgen Magdalena. Ninguno de mis antepasados conoció su
edad. Sólo sé que desde que conocí el Libro pasé a formar parte de los Seres
Principales. Luego supe que los brujos y curanderos también tenían un lenguaje,
pero era diferente al mío. Ellos le piden favores al Chicon Nindó. Yo le pido a
Dios. Por eso los hongos me dan poder, porque yo veo en ellos la carne de Dios.
Sólo eso puedo ofrecer: la carne de Dios. Los que creen, sanan. Los que no creen
no sanan. Por eso encontré al fin mi camino, porque entendí el Lenguaje de
Dios. Desde que lo acepté, cuando me vi que debía mantener a mi madre y a mis
hijos, fue que vinieron a verme desde lugares lejanos. En otros sitios supieron
que mis palabras obligaban a salir la maldad, que curaban el cuerpo y borraban
las heridas del espíritu. Yo no soy curandera porque no uso huevos para curar.
No soy curandera porque no doy aguas para tomar. Ni soy hechicera porque no
hago la maldad. Mi sabiduría viene desde el lugar donde nace la arena. Yo curo
con lenguaje, nada más. Soy sabia, nada más. Soy conocida en los cielos, nada
más. Solo soy una que habla con Dios, nada más.
"Hombres y mujeres extranjeros llegan a mi puerta. Me llaman desde
fuera, entonces yo salgo y los invito a pasar. A los que gustan, les doy café,
no tengo nada más que ofrecerles. Los rubios se sienten bien en mi casa, como
si fuese suya, porque tienden sus cobijas en el suelo y allí descansan. Me
toman fotografías en cualquier lugar que me encuentran. Me toman fotografías si
voy por el camino con mi carga de maíz en la espalda, o cuando estoy
descansando sobre una piedra en el mercado. Ya me he acostumbrado a todo eso.
Dicen que en una parte de la ciudad de Oaxaca hay una fotografía enorme, donde
aparezco labrando la tierra con azadón. Las personas que tomaron aquella imagen
mía, compraron mi azadón y se lo llevaron. Viene mucha gente a visitarme. Unos
dicen tener puestos importantes en la ciudad, toman mi imagen parándose junto a
mí y me dan algunas monedas cuando se van. Vienen las personas que hacen
papeles, traen sus intérpretes mazatecos y hacen preguntas sobre mi vida. Sé
que el señor Bason ha hecho discos y libros de mi Lenguaje. Hace años estuve en
Tehuacán durante un mes. Me acompañó Herlinda, la profesora de Huautla. Me
invitaron para que se hicieran correcciones a la traducción que de mi Lenguaje
hicieron dos misioneros extranjeros; estos misioneros hablaban bien la lengua
mazateca, pero ignoro si ellos entendieron exactamente mi lenguaje. Si yo
pudiera leer lo que escribieron, entonces lo sabría. Yo sólo puedo leer el
Libro Blanco.
"Con el cura Alfonso Aragón, el que estuvo muchos años en Cuautla,
éramos amigos. Este cura tenía un disco ("Mushroom
Ceremony..." de Folkways Records Album N. FR.8975, Records Service
Corp. -165w St. NYC, USA. Con palabras y cantos de María Sabina grabados por G.
Wasson). Es un disco donde está grabado mi lenguaje, lo supe un día que me
invitó a escuchar. Me dijo que ese
disco valía mucho, que su precio
era inalcanzable. Yo le agradecí sus palabras.
“Yo
misma tuve ese disco, imagino que fue el propio Bason quien me lo envió para
que pudiese escucharlo. También me obsequió Bason un aparato tocadiscos. Pero
se llevaron todo unas autoridades de la ciudad. Es que en cierto tiempo
vinieron a verme muchos jóvenes de uno y otro sexo, de todos los lugares, del
norte y del sur. Llegaron a verme estos jóvenes con largas cabelleras, con
vestiduras de colores y flores que siempre llevaban, muchos con collares de
ellas que me regalaban, vinieron muchos:
-Venimos a buscar a Dios -decían. Para mí era difícil explicarles que
las veladas no se hacían con el único fin
de encontrar a
Dios, sino que se hacían primero con el propósito único de
curar enfermedades, de ayudar a quien necesitaba ayuda real. Supe que los
jóvenes esos no necesitaban de mi para comer angelitos, y no faltaron paisanos
que con el fin de obtener algunos centavos para comer, vendieron hongos a los
jóvenes. Estos los comieron en el lugar que quisieron; lo mismo les daba
masticarlos sentados a la sombra de los cafetales que sobre un peñasco o en
alguna vereda del monte. No respetaron nuestra costumbre, y los angelitos
fueron comidos con falta de respeto...
"Para mí no es un juego hacer veladas. Quien lo hace simplemente
para sentir los efectos, puede volverse loco y quedar así temporalmente. Así
fue que el indebido uso de los angelitos que hicieron los jóvenes de esa época
fue escandaloso, y obligaron a las autoridades de la ciudad a intervenir en Huautla.
No todos los extranjeros son escandalosos, es cierto. Pero muchos de ellos,
simplemente, se quedaban en el monte en sus casas de tela y allí estaban días y
días o se les veía tirados en el mercado. Un día llegaron a mi casa unas
personas que hablaban castellano y vestían como gente de ciudad; con ellos
venía un intérprete mazateco. Entraron a mi casa sin que los invitase a pasar.
Pusieron sus ojos sobre unos angelitos que yo tenía sobre una mesita. Uno de
ellos, señalándolos, preguntó:
-Si yo te pidiera hongos, ¿tú me los darías?
-Sí, porque creo que vienes a buscar curación -dije. Y otro de ellos,
con voz autoritaria, me ordenó:
-¡Debes venir con nosotros!
"En tanto, las otras personas que venían en el grupo, revisaban mi
casa por todos lados. Una de las personas trajo los papeles que hablaban de mí
en castellano, y que yo tenía varios, unos en colores, de hojas grandes en que
yo salía. También enseñó a los otros el disco y tocadiscos que me había
regalado Bason. Todos voltearon a verme y pensé: "No puedo hablar
castellano con ellos, pero pueden ver en esos papeles lo que se dice de mí, y
mis fotos en que salgo..." Luego, cambiaron, se hicieron suaves, y me
pidieron con cierta amabilidad que subiera a una camioneta: obedecí sin oponer
resistencia. Me sentaron junto al hombre que manejaba y otro que se sentó junto
a la puerta. Este último continuaba hojeando los papeles donde aparecían
fotografías de mi imagen. Me daba cuenta que de cuando en cuando me miraba de
reojo, incrédulo de que era yo misma de quien se dicen esas cosas en los
papeles. En ningún momento me asaltó el temor, aunque comprendía que esas
personas eran autoridades que podían hacerme daño si así lo decidían. Pero yo
tenía mis papeles donde se hablaba de mí. Finalmente supe que me acusaban de
enloquecer a los jóvenes. En San Andrés Hidalgo me llevaron a la Presidencia
Municipal y un médico del Instituto Indigenista me dijo: -No te preocupes María
Sabina, nada te pasará. Aquí estamos para defenderte.
También los hombres que me apresaron me dijeron:
-Perdona. Ve a tu casa y descansa.
"Pero se dejaron muchos papeles, mi disco y el objeto que lo hacía
sonar... Muchos extranjeros siguen viniendo a mi casa, me buscan, pero ya estoy
vieja. La debilidad de mi cuerpo se acentúa día a día. Ya respiro con
dificultad. Ya no bajo con frecuencia al mercado porque me canso mucho. No
puedo ya levantar el hacha con la que antes partía fácilmente la leña. Ahora, cuando junto algún
dinero, compro leña y la revendo a los vecinos. Mi mayor ilusión en estos
últimos años de mi vida es tener una tiendita donde pudiera vender nuevamente
jabón, cigarros, refrescos a los caminantes; pero nunca he tenido el dinero
suficiente. Un joven extranjero me quiso regalar un perro grande y bonito. Yo le
dije que no quería perro, que aquí había perros salvajes, y que yo no tenía
para mantenerlo. El joven insistió, entonces le dije: -Si lo dejas aquí, ¿qué
va a comer el animal? ¿Mierda?
El joven extranjero comprendió mi situación
y se llevó su perro".
Poco antes de cumplir ochenta años, alguien
le regaló dos colchones, para la única cama que tuvo en su vida (habría nacido
el 17 de marzo de 1894). En esos días también logró comprarse una chachalaca,
porque le gustaba el canto de esos pájaros:
"La compré en ochenta pesos. Yo sabía que se acercaba la tormenta
cuando la chachalaca empezaba a graznar; era como una compañera mía, pero
¡Jesucristo! me la robaron. Ahora ya no tengo chachalaca que me distraiga,
ahora que estoy tan vieja... Ahora solo pido bondad a Dios cada día. Pido
bondad para el mundo y para mí. Ya a nada temo. Conozco el reino de la muerte
porque he llegado allí. Es un lugar en el que no hay ningún ruido, porque el
ruido, por mínimo que fuera, haría explotar el sitio en mil pedazos, no hay
ruido molesto alguno porque el de la muerte es un reino de paz".
Ahora ella está en paz. Murió María Sabina,
rodeada por sus hijos y los hijos de sus hijos, y por el amor de su pueblo
Mazateco. Aunque al
final vivía sola, porque sus hijos, los últimos años, estaban dedicados
a sus propias familias. Y al fin que eso era lo que ella quería, porque en
verdad ni le importaba en el fondo ser tan nombrada por entregar remedio para
enfermedades de los siglos que vendrán, sólo le importaba haber sacado adelante
a su familia en éste. Que de ella solita brotaron muchas otras familias, que,
entre tanto, habían también plantádose. Debió morir en paz resignada. La
crónica dice que partió según es costumbre: le torcieron el pescuezo a un gallo
que debía morir junto a su cadáver. Y vino el velorio, donde los familiares
colocaron jarritos de agua junto a su cabeza sin vida. Es el agua que debía
acompañarla en su viaje al más allá. Dentro de su ataúd pusieron siete semillas
de calabaza, quintoniles y fruta en abundancia, todo junto en una bolsa de
trapo: para que no la molestara el hambre en su viaje devolviéndose a la
distancia. Las mujeres que asistieron al velorio hicieron tezmole con la carne
del gallo sacrificado: el tezmole sólo lo comieron el rezandero y las personas
que cavaron su fosa en el Cerro de la Adoración. Las otras madres de la
Hermandad encendieron velas sagradas en su honor, la vistieron con un huipil
limpio y su mejor rebozo. Entre sus manos colocaron una cruz tejida de palma
bendita. Y, tal como se esperaba, el canto del gallo se escuchó cuatro días
después que fue enterrada. Y todos supieron, entonces, que el espíritu del
gallo acompañaría al espíritu de María Sabina, que entonces despertó y se fue
para siempre al Ampadad, el lugar de sus mayores, allá donde las flores.(c) Waldemar Verdugo Fuentes.
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